Mis maravillosas gafas gucci-qué-fashion-soy-cómo-molo deciden morir. Durante unos días tengo que utilizar otro par de emergencia que guardo desde hace una década. Cada vez que me veo en el espejo con ellas siento tener diez años menos. Así que hoy, a pesar de que sé que es un día en que no debería salir de casa porque el mundo está solamente hecho de esquinas y filos y que el sol quema, me arriesgo a ir hasta la óptica para recuperar mis resucitadas Gucci de pasta.
Camino aturdido sin quita la vista de la punta de mis pies. Una moto grande decelera detrás de mi y se sube a la acera a menos de medio metro, rozándome, y me corta el paso. Mi primer movimiento es apartarme, dar una zancada lateral, sortear la moto, seguir andando.
Me salta un fusible dentro de la cabeza: el hijo de puta que la conduce ha hecho esa maniobra intencionadamente. Ha querido joderme, asustarme, marcar su territorio. Y será por haber utilizado esas gafas viejas estos días, pero me vuelve la idea de que algo en mi invita a los matones a putearme, herencia clara de mi niñez.
Entonces recuerdo que ahora mido metro noventa, que tengo cierta envergadura corporal y un montón de rabia dentro.
Me giro apretando los dientes con la intención de calzarle una hostia al tipo de la moto y tirarle al suelo con ella. Por un instante busco sus ojos escondidos en el casco. Una sonrisa en la mirada castaña me desconcierta.
Y reconozco a B. con su nueva-flamante-moto y su nuevo-flamante-casco.
Dejo caer los brazos y noto el frío que queda en el cuerpo cuando la adrenalina se retira, el sabor a metal en la boca.
B. se quita el casco: "joder, por un momento he pensado que me ibas a dar".
El cuento del tipo que cegado por la furia la emprende contra todo y se lleva por delante a sus conocidos antes de darse cuenta de quiénes son se repite constantemente desde siempre. B. no sabe lo cerca que ha estado de pasar a formar parte de otra versión de esa historia tan vieja.