Después de todo el día de sábanas y piel desnuda olemos a sexo y tabaco y sudor. Te dejo encendiendo un cigarro y me escapo al baño para sustituir ese perfume por otro menos perfecto, menos real, suma de agua tibia y Lactovit y CK One.
Mientras me duchaba ha anochecido. Tu casa está completamente a oscuras y tanteo ciego por el pasillo, atento a cualquier sonido que me chive dónde estás.
Entro en tu salón. Por el balcón abierto aparece la ciudad echada a mis pies, toda luciérnagas amarillas y rojas. Entonces te veo: desnuda y callada, brillas extendida sobre el sofá. Irreal y fosforescente como una de esas estatuillas de vírgenes-souvenir.
Así que me acerco a ti despacio, imaginando que tengo los pies almohadillados como los de un gato, que me muevo con elegancia, creyendo que en la oscuridad lo que cuenta es que huelo bien y que no importa si mi cuerpo es deseable o no.
Me inclino sobre ti, te beso. El contacto se prolonga y tengo que apoyar las manos en el sofá para no perder el equilibrio.
Y meto una de ellas directamente en el cenicero que tienes a tu lado.
Y mi limpieza perfecta y el momento perfecto se llenan de ceniza.
Y tengo que volver al baño a lavarme la mano y para coger algo con que limpiar el sofá.
Siempre tiene que llegar lo prosaico a joder lo estético.