"My girl, my girl, don't lie to me,
tell me where did you sleep last night."
No voy a mentirte, Kurt Cobain: he pasado la noche en el calabozo.
Furfur ha roto con su novia y salimos para consolarle. Bebemos tras el Templo de Debod, frente a un kiosko de música donde varias parejas bailan tango y sobre las dos decidimos movernos al centro para echar el resto de la noche en algún bar. Me desoriento en el Barrio de la Ballesta, me doy cuenta de que voy a entrar en dirección prohibida y meto la marcha atrás. Suena un golpe: le he dado a un coche de policía.
Trámites: bajen del coche, vacíen los bolsillos, la documentación. En pocos minutos hay cinco coches patrulla en la calle y nueve o diez agentes. No paramos de reírnos: alguien debería aprovechar para atracar un banco porque tenemos a toda la policía del centro de Madrid vigilándonos. Me hacen el test de alcoholemia: 0'39. El límite es 0'30.
Me meten en el coche. Furfur se acerca a la ventanilla y le digo "¿Qué crees que es peor, que te deje la novia o pasar la noche en comisaría?". "Que te deje la novia", responde, y nos volvemos a reír.
Madrid parece distinta desde el interior de un coche patrulla, iluminada por las luces azules. Bajamos por la Castellana saltándonos todos los semáforos. Mensaje: Tato está en Asturias, así que pilla abogado de oficio. Mañana vamos a buscarte. No olvides el tapón para el culo. Abrazos. El agente que va a mi lado me recuerda que estoy detenido y que tengo que apagar el móvil.
Llegamos a la comisaría. En la sala de detenciones un policía me ofrece un cigarro. Otro que entra allí dice que mi cara le suena y yo le pongo mirada de terrorista. Trae a un tío esposado a empujones y le da collejas cada vez que se queda dormido en el banco. Todo tiene un aspecto irreal, falso, como de escenario barato de película española de los ochenta.
Me leen mis derechos, me toman declaración, me bajan a los calabozos. Dicen que me quite el cinturón y los cordones. Yo no tengo la intención de suicidarme esta noche. El mismo policía que me dio tabaco se pone unos guantes de cuero y me cachea.
El calabozo es un cuarto de metro y medio por dos cubierto de baldosines, con un pequeño poyete y una manta azul. Aparto la manta y me siento. Me gustaría tener una escudilla que rozar a lo largo de los barrotes, una armónica para tocar un blues. Intento componer uno pero no encuentro nada que rime con "encerrado, nena, en la comisaría de Legazpi".
Una hora después meten a otro en la celda. Se sienta en el poyete, a mi lado. Me cuenta que su tío es teniente coronel en Perú, que podría sacarle de allí inmediatamente. También que él sabe lo que quiere la gente, que es un buen negociador, que si tuviera dinero montaría una discoteca de salsa e iría todas las noches vestido con un traje blanco a pasearse por ella. No me cuenta porque está ahí. Después se lo llevan.
Mucho más tarde alguien dice "¿dónde está el de los pirsins?" y me sacan. Me devuelven mis pertenencias en un despacho y no puedo evitar soltar una carcajada cuando veo salir mis cordones sucios de una caja y quedar encima de la mesa como dos culebras muertas. Me presentan a mi abogado y me hacen firmar media docena de papeles más. El último es mi acta de libertad. Veo que ha amanecido hace rato.
Salgo de la comisaría. Tomo un café en un bar que hay enfrente. Hago un par de llamadas telefónicas que nadie coge. Ya en el metro me quito las zapatillas. Paso el resto de trayecto hasta casa poniéndoles los cordones.