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Entonces pago mi parte de la cuenta y me voy, y aunque no estoy seguro de poder llegar a casa decidido que no quiero coger un taxi en este laberinto de calles y direcciones, que prefiero ejercer de minotauro para ver si la noche, el cansancio y la lluvia me empujan al sueño sin la ayuda del lexatín.

Así que cruzo una plaza que nunca recordaba tan llena a estas horas de la madrugada, y un chaval se aparta de un grupo grande y se acerca gritándome. Por un momento pienso que es rumano o polaco o ruso porque no le entiendo y tiene los ojos muy claros, y me quedo mirándole, parado, pecho con pecho (le saco una cabeza), intentando adivinar en el azul de sus ojos si me ataca o si está borracho, pero solo es un niño que me ha confundido con un extranjero y que juega a hablar en glíglico y le digo "tío, me has dejado con el culo torcido" y se ríe y grita "primo, qué pasa que estás tan acelerado, ¿vas de speed?", y para entonces ya estoy rodeado de todos sus amigos y sus capuchas y sus pendientes y les digo que es que he dejado de fumar y eso me tiene de mala hostia, porque para qué explicarles que apenas me tengo en pie, que quiero hacer o hacerme daño, que no siento nada de rodillas para abajo, que todavía tengo la vena radial hinchada por haber tenido la vía cogida una semana, y se ríen y vuelven a llamarme primo y me dan todos la mano y me despido con un "pasadlo bien" que a ellos les suena demasiado educado.

Y sigo andando, ya sólo a cinco minutos de mi casa, arrastrando los pies que pesan como bloques de cemento a falta de matón que me empuje a la bahía, y pido por favor a Dios o al destino o al azar o a la biología que no me dejen así, que me devuelvan la sensibilidad, que mis piernas vuelvan a ser mías por si alguna vez tengo que salir corriendo para escapar de unos chavales borrachos que me paren una madrugada al atravesar la plaza de Santa Ana.