En casa de mi Señora Madre siempre hay música. Entre a la hora que entre, ya sea a robar comida o aprovechar su adsl, suena algo de fondo: si no es ella cantando, es el Canijo escuchando hip hop abstracto o haciendo drumnbass con el Fruity Loops, o quizá el Mediano con la guitarra eléctrica y la distorsión a todo trapo. Nunca hay un momento de silencio.
Durante el año que viví solo en el pequeño apartamento tocaba el bajo todas las mañanas que no pisaba la facultad. Alguien, desde el piso de arriba, me respondía con un teclado o un piano. Por la hora que era, siempre entre semana, yo me imaginaba a un ama de casa que acababa sus tareas domésticas y se entretenía haciéndome burla musical. Al final acabábamos retándonos: ella tocaba una frase con el piano y esperaba. Yo intentaba puntearla con el bajo, imitándola. Siempre me ganaba. Podíamos pasarnos así una hora entera, escuchando atentos a lo que llegaba del techo/suelo para dar la respuesta.
Nunca supe quien era. Tampoco hacía falta. A través de cañerías y yeso y ladrillo y vigas se había establecido esa pequeña forma de contacto. Teniendo en cuenta lo ridícula, ineficaz y absurda que es la comunicación humana, lo que cuesta a veces reunir fuerzas para decir algo que no será escuchado o que se malinterpretará, esa pequeño feedback musical suponía un alivio.
Damas, caballeros, la guitarra distorsionada que toca punteos en la habitación de al lado me está sacando de quicio (dolor de cabeza, resaca cerveceril, intolerable). Me escapo a mi buhardilla para vegetar con el sonido de la cisterna y mi respiración pesada como banda sonora.