Tengo un problema. Verán: yo estaba decidido a volverme buena persona. Un tipo respetuoso, amable, simpático, asquerosamente agradable y fácil en el trato. En resumen: un encanto. Pero nada, no hay forma: la gente no me deja. Me niegan la posiblidad de cambiar.
Si le digo a alguien lo mucho que lo aprecio con los ojos llorosos (y sin ir necesariamente borracho), ese alguien empieza a tener sudores fríos, reírse nerviosamente y adopta al momento alguna guardia de boxeo sin perderme de vista. Cualquier observación seria y sincera que haga y que suene medianamente bien, como un piropo o una alabanza, es tomada inmediatamente como una muestra de fina ironía o salvaje sarcasmo. Si apoyo un plan, secundo una idea, demuestro estar de acuerdo con algo, acaban colocándome entre los detractores y piensan que lo mío es la labor de zapa.
La verdad es que empieza a ser frustrante: yo haciendo un esfuerzo y ustedes sin apreciarlo. Acabaré tirando la toalla y volveré a comer corazones de niños crudos. Será sólo culpa suya, que lo sepan.
Damas, caballeros, se me acaba el tabaco. Maldición