Hace un par de días mencioné y mostré impúdicamente mi maravilloso tornillo en la rótula. Acabo de recordar algo que me ocurrió este verano relacionado con esa pequeña parte inoxidable de mí, y dado que hoy me siento incapaz de escribir nada que merezca la pena, les dejo esa anécdota para su deleite.
Viajaba en un tren de cercanías en uno de esos amaneceres de verano en que parece un delito subir a un autobús. Rodeado de gente medio dormida, iba con la nariz rozando las páginas de un libro, también somnoliento y perdido en la lectura. Mi rodilla izquierda empezó a dolerme intensamente. No era algo normal: nunca me molesta, ni me avisa de los cambios del tiempo, ni soy capaz de captar ondas de radio con los diez centímetros de metal que llevo en ella. Me miré la pierna, la froté ligeramente y levanté la vista hacia la ventanilla intentando saber cuanto faltaba para mi parada. En ese mismo momento, el tren pasaba frente al hospital donde me habían operado para meterme ese tornillo.
Reconozco que me pasé el resto del viaje sin quitar los ojos de mi rodilla, mirándola con recelo, sospechando que la muy puta tenía un sexto sentido del que carezco en el resto de mi anatomía. Ese conjunto de huesecillos, tendones y músculos se había quejado al reconocer, sin ayuda de la vista, el sitio donde un año antes lo habían abierto en canal para meterle un cuerpo extraño.
Consejo, damas y caballeros: no se fíen de sus rodillas. Son mucho más listas de lo que parecen.