Ayer P. tuvo que hacer tiempo. En concreto, un cuarto de hora. Y no se crean, es una putada: el tiempo le sobra, pero normalmente le viene dado, no tiene que ponerse él a manufacturarlo.
Pues bien, tenemos a P. en eso de hacer tiempo en un pequeño parque vacío encajonado entre edificios. Levanta la vista de sus zapatillas hacia el cielo nublado y ¿qué descubre? A su alrededor, asfixiándole, diez edificios iguales. En cada edificio, trece pisos. En cada piso, ocho ventanas. Detrás de cada ventana, P. supone un par de ojos mirándole. Pone cara de concentración mientras cuenta con los dedos y le salen unos dos mil y pico ojos. Son muchos, tantos que dan para todos los colores y estrabismos y dioptrías imaginables. Si el pico es impar, puede hasta suponerse a un tuerto.
Me dirán que es imposible que detrás de cada ventana hubiese alguien mirando a ese punto negro entre el escaso verde. Pero en el mundo hay seis mil millones de habitantes, y no es difícil pensar a doscientas cincuenta mil personas (un 000004% de la población mundial) mirando en ese momento a través de una ventana, y por lo tanto imaginar a mil sujetos (tantos como ventanas le rodean, demasiados ojos) situados justo en esa manzana de Madrid observando tras un cristal no es tan descabellado.
Estuvieran ahí o no, P. tiene todos esos ojos clavados en su persona. Lo nota en ese ligero cosquilleo en la coronilla que nos avisa cuando somos mirados sin saberlo. Y da una calada nerviosa y se siente desnudo, agacha la cabeza y tiene ganas de salir corriendo, pero aguanta el tipo porque entre tantas cuentas ya ha pasado casi todo el tiempo que debía hacer. Así que acaba el cigarro y, midiendo cada movimiento ante esos ojos hostiles, sale despacio del parque hacia su cita.
Damas, caballeros, hacer tiempo es agobiante.