Me despierto con el móvil clavado en la cara, por lo que deduzco que me he levantado a apagar su alarma y me he vuelto a dormir. La caldera no funciona, no me quedan camisetas limpias y no hay café hecho. Salgo con el bajo y en mitad de una calle se rompe el asa de la funda (enorme, negra, dura, cuadrada). Cargo con ella en brazos y llego veinte minutos tarde.
En el local todo suena a rayos. El micrófono me da calambres en los labios cada vez que intento cantar, y a los diez minutos me duelen tanto las yemas de los dedos que noto el pulso en cada una de ellas. Cinco minutos más y mi oído se pone en huelga: ya no distingo las notas. Llevamos tanto tiempo sin tocar que fallamos en la mitad de las canciones y todo me sigue sonando fatal aunque ellos dicen que no es tan malo. El Señor Jose y el Señor Gonzalo improvisan una marcha de Semana Santa con la batería. Se me acaba el tabaco.
De vuelta en casa me quedo dormido de pie en la ducha (por fin hay agua caliente) y estoy apunto de partirme la espalda. No hay nada ingerible a la vista y acabo comiendo un panecillo de sésamo y un té con leche. Me enchufo a internet y en mi correo siguen ofreciéndome títulos universitarios falsos, dietas de adelgazamiento, préstamos y pastillas para aumentar el tamaño del pene. Me asusto: deben tener vigilado porque saben exactamente lo que necesito.
Después me apuesto una cerveza a que no apruebo el examen de mañana. Sumada a la apuesta de ayer, si lo suspendo acabaré borracho. Para asegurarme ganar, no abro el libro. Descubro una lista enorme de cosas que tenía que haber hecho esta semana y que he olvidado completamente. Maldiciones varias. Salgo a por tabaco y todos los bares están cerrados. Chispea, así que vuelvo empapado.
Estaba a punto de cortarme las venas, damas y caballeros, cuando recibo una llamada y me sacan a tomar un café y consigo una conversación agradable, y la Srta I. se compadece de mi y me da su último cigarro, que fumo mientras escribo ésto y termino al poner este punto y final.