Esa mañana P. se levantó aquejado de un terrible dolor de espalda. Su sofá-cama, con quien compartiese tan buenos momentos, había devenido después de años de correrías y aventuras en una trampa mortal de afilados muelles. Con lágrimas en los ojos, decidió que ya era hora de librarse de su fiel compañero y prometió beberse una cerveza a su salud, incinerarlo y agitar un kleenex sucio en señal de duelo y despedida.
Después partió raudo hacia la mágica tierra de Ikea, una región de colores psicotrópicos y formas agradablemente frías y funcionales, poblada de duendes suecos de sonrisas perennes. Tuvo que cruzar el pantano de los muebles de oficina, el bosque de las lámparas de pie y sobrevivir a las tentaciones de la sección de complementos para críos. Cometió el error de comer allí unas brochetas de salmón, y todo viajero experimentado sabe que quien acepta su hospitalidad y prueba su comida queda allí atrapado.
Por fin, tras perder el sentido del tiempo y el espacio, tuvo que enfrentarse al Hechicero Visa, que le planteó un doloroso dilema: debía decidirse entre el incómodo pero terriblemente estético futón de madera de haya (Järnvalla) y una cama de 2x14 metros tradicional, sin cabecero y muy baja, que ya había aparecido en los sueños de P. hacía tiempo.
Finalmente abandonó la misteriosa tierra sin ser capaz de elegir, levantando el puño y jurando volver con más resolución, llevándose de recuerdo una torre portacedés, un peluche en forma de murciélago y un flexo, y es que en Ikea viven del encantamiento de las chorradas tiradas de precio que no necesitas y que no ibas a buscar, pero te acabas llevando.
Y que nadie me venga con que Ikea no es cool (parezco Adrián), que ya lo sé.