Conversación en Embajadores en un pequeño apartamento con olor a incienso y estética claramente gay que me hace sospechar que C. es definitivamente de la otra acera y que quizá me esté tirando los tejos. Eso me pone nervioso, y aunque me prometo no dejarle la casa apestando a humo, me voy abandonando en su salón/habitación/despacho una típica niebla londinense.
Después, desde Sol, pateo todo Montera hacia arriba esquivando prostitutas y hombres cartel, y sigo por Fuencarral cruzándome con un montón de gente terriblemente fashion, chicas preciosas que nunca tendré y tíos guapos que nunca seré.
Cerveza en la terrada del Café de Fuencarral con G., que ha vuelto de Bolonia, y con A., que acaba de regresar de Nicaragua. Yo, como siempre, estoy de vuelta a secas. Hablan de los importantísimos cambios que han supuesto en sus vida esos viajes, de cómo ven ahora Madrid con otros ojos, de que ha sido una experiencia increíble, pero yo no les presto atención y me derrito sobre al silla, adormilándome mientras observo a una pareja gay que toma té en la mesa de al lado leyendo cada uno su novela y un montón de hormigas voladoras que cubren nuestra mesa y que me suben por los brazos.
Bajamos después por una Chueca resacosa hasta Cibeles, y ahora toca hablar de pasta y de arroz y quitarse hormigas aladas del pelo, y luego Alcalá de vuelta hasta Sol, convertido en un enorme zoco lleno de sonidos de juguetes electrónicos, Plaza Mayor y sus guiris everywhere y camareros mafiosos uniformados de mejillas llenas de cicatrices. Cuchilleros, Segovia, y haciendo como que me he perdido arrastro a las dos incautas hacia la Plaza de la Paja, pero antes de llegar pasamos ante un bar de copas donde trabaja un camarero conocido suyo, y como el sitio está vacío y su amigo invita a cervezas, nos quedamos, y luego no sé que más, porque toda esta parrafada infumable creo que viene a decir que me encanta Madrid de noche en verano.