Para entrar en el vagón de metro P. sigue siempre el mismo ritual, que llamaremos aquí "el amenazado". Cuando el convoy llega a la estación, tira el cigarro al espacio entre andén y vagón (mind the gap) con gesto de "nena, si me dejases meterme entre tus piernas sabrías lo que es el cielo" y echa el humo con fuerza por una esquina de la boca para poner el punto final con un "y ya no querrías sacarme nunca de ahí.
Espera a que salga la gente y después entra con una zancada larga y la cabeza gacha, mirando rápidamente por el rabillo del ojo para asegurarse de que nadie espera apostado a los lados de la puerta enarbolando un hacha. Otros dos grandes pasos apresurados hasta ganar la pared o puerta de enfrente, un giro para tener cubiertas las espaldas apoyándolas contra ella y está seguro.
Ya sólo queda levantar la cabeza ligeramente, repetir la mirada girando el cuello hasta conseguir una visión panorámica y comprobar que efectivamente nadie lleva una funda de violín demasiado grande, ni un bulto en el sobaco, ni frota el dedo índice extendido a lo largo de su cuello mirándole a los ojos. Entonces, y sólo entonces, suspira aliviado, levanta un muro de tapas de libro y se refugia tras él hasta que llega a su destino.