Estamos en la plaza de las Descalzas. Llueve ligeramente y nos apretamos contra una pared sin cornisa. Intentamos acabar una botella de ron. En esta misma plaza he estado sentado contigo (y contigo, y también con ella) mil veces. Podría contarles mientras bebemos lo de aquella ocasión en que eché un polvo en una calle, ahí detrás, a menos de cien metros del reloj de Sol. Podría decirles también que en esas escaleras que dan a Preciados se te helaban las manos y alguien tocaba una flauta y yo quería darle todo el dinero que llevaba encima por convertir ese momento en algo tan irreal.
Acabamos la botella y nos vamos, y tampoco les digo que si miran hacia la azotea verán un foco de luz amarilla que señala cada gota de lluvia, y que es increíble la suavidad con que caen.
Y como siempre, soy yo el que guía hacia el bar. Entonces si que intento explicarles que me deprime el centro de Madrid en estas fechas. Pero no porque esté todo tan lleno o por la decoración y las tiendas, sino porque recuerdo días en que lo único salvable era pasear por aquí (contigo, o contigo, o con ella) y permitirme llevar un abrigo largo y que hiciese frío y sentir que no formábamos parte de la marea humana.
Les dejo en la cola del bar y vuelvo andando a Moncloa. Y conforme camino (con ojos y zapatos, pero sin furia) me doy cuenta de que Madrid es como la palma de mi mano. Tan familiar, tan próxima, a veces acogedora y a veces cerrada y agresiva. Pero sobre todo porque la siento parte de mi. No hay una puta calle, una puta plaza o una puta esquina en el centro de esta ciudad que no me sostenga algún recuerdo. Podría contar las miles de historias de P y Madrid: que ropa llevaba, que dije, que tarareaba, con quién estaba y que es lo que hacía ese momento especial. Querría contártelo a ti, que estás tan lejos.
Habrá un día en que Madrid me pese tanto que tendré que largarme o empezar a olvidar. Será como un museo, igual de muerto. Y definitivamente estos días no debería beber porque me pongo melancohólico.