Consigo levantarme temprano y hasta me permito desayunar. Salgo de casa oliendo a aftershave después de dedicarme una amplia sonrisa en el espejo, y conforme subo mi calle me agiganto a cada paso y mis movimientos son tan suaves que debería trepar a una farola bailando como Gene Kelly.
Me cruzo con alguien que se quita unas gafas de sol y me llama por mi nombre, y yo me giro, gigante, y reconozco a una amiga a la que no veía hace años. Alguien con quien creces: mismo barrio, misma edad, mismas clases y cursos, amigos, caminos de vuelta a casa. Vidas paralelas hasta que la pierdes de vista.
Y basta que ella mencione trabajos e independencias y viajes y proyectos para que mi voz de contrabajo (mi voz de dentista, de pijo intrascendente, mi voz perfectamente follable) vaya aflautándose y mi barba desapareciendo, y yo empequeñeciendo dentro del jersey negro.
Cuando me despido con un intento de sonrisa tengo diez años menos y con cada paso que doy desde entonces voy encogiéndome hasta ahogarme en uno de mis calcetines.