Son las siete de la mañana. Después de dar vueltas en la cama durante cuatro horas (con y sin luz, con y sin música, con y sin lectura, sin compañía) he decidido que hoy me saltaré eso de dormir. Me enfrentaré a una mañana de obligaciones con el zumbido en la cabeza y la cara de bobo típicos de la falta de sueño.
Así que pienso que podría aprovechar este amanecer para escribir algo aquí tras semana y pico de silencio. Y me enfrento a lo de siempre: no tengo nada que contar.
Podría hablar de mi paulatina conversión en tronco porque últimamente duermo hasta diez horas seguidas, de que cuando me despierto no salgo de la cama con la excusa de que la buhardilla está helada mientras en realidad busco un motivo para escaparme del abrazo de las sábanas.
Podría hablar de mis sueños estos días: de un concierto en que uno de los músicos me tiraba los tejos, de un casa llena de mis escaleras laberínticas, de una chica bajita y morena soñada que me miraba dolida porque yo andaba pensando en otra chica bajita y morena, pero real.
Podría hablar del punto negro que me he descubierto en la frente hoy ante el espejo del ascensor. De los cinco minutos que he estado concentrado en él, observándolo fijamente para ver si salía por si solo bajo mi mirada inquisidora.
O de que esta noche la niebla era tan espesa que me he chocado de frente con el conserje de aquel apartamento en que viví un año y que me echaba la bronca por bañarnos en ropa interior en la piscina a las seis de la mañana de un jueves laborable.
Podría hablar de la conversación sobre técnicas de suicidio entre carcajadas y cervezas, podría contar que tu te alejas y yo no sé cual es mi lugar exacto, de que engancharse a la heroína parece maravilloso cuando se lee a Burroughs o del disco que me tiene obsesionado estos días
Pero entre tanto podría son casi las ocho y tengo que darme una ducha y empezar a moverme, así que ya escribiré algo en otro momento.