El ascensor, forrado de madera oscura, apenas está iluminado. Es tan estrecho que el ataúd a mi lado hace que tenga que apretarme contra las puertas dobles y que no quede espacio ni para girarme. El ataúd, construido en plástico gris, con las esquinas y los cantos redondeados, parece más una caja de herramientas que un contenedor apropiado para enterrar a alguien.
El cuerpo debe ser muy grande. Han cerrado la tapa a presión y por la pequeña ranura que aparece entre los cierres veo las yemas amarillas de unos dedos y la punta de una camisa a cuadros.
Pienso que al moverlo es posible que los cierres salten, y entonces el muerto se me vendrá encima como en una película de terror y tendré que pelearme torpemente enredado contra brazos que cuelgan y piernas que no se sostienen hasta volver a dejarlo dentro.
El ascensor se abre ante una cocina de luz anaranjada y densa, como si en el aire flotase el vapor de cien sopas cociéndose. A pesar de eso debe hacer frío, porque mi hermano, sentado en el centro, se encoge dentro de una chaqueta que le queda grande.
Le digo mañana por la mañana tienes que ayudarme a cargarlo en el coche. Pesa como un muerto (y en el sueño me río falsa y sonoramente de mi broma). Miramos los dos al ascensor abierto, al ataúd apoyado de pie que nos espera.
Entonces entra mi madre en la cocina: vuestro padre acaba de llamarme. (Pero no puede ser, porque mi padre está dentro del ataúd, infinitamente pesado, infinitamente muerto)
Mi hermano y yo nos miramos de reojo: querrás decir que le has llamado pero no te responde. (Ella sabe que mi padre ha muerto. Sabe que el móvil vibra en el bolsillo de una camisa a cuadros contra la piel fría.)
No. Ha llamado, acabamos de hablar. Dice que os ha enviado un mensaje."
Y sé que es verdad, sé que en la pantalla de mi teléfono móvil me esperan una docena de nuevos mensajes suyos, esos en los que se empeña en llamarme hijo y me da consejos inútiles, mensajes que nunca le respondo.
Lo crean o no en ese momento me despierta el teléfono de nuevo.
Me paso las semanas arrastrando sueño, con mis cinco horas de media por noche, y desde que hemos vuelto a saltarnos la norma pactada de no irnos de copas entre semana llego a casa de madrugada, ebrio y cansado, y al día siguiente cabeceo en el trabajo y repito torpe y obstinadamente las mismas cosas diez veces hasta conseguir que salgan bien.
Así que es normal que los viernes caiga como muerto a las cinco de la tarde y duerma siestas incomodas de sueños retorcidos y que luego ni una ducha ni unas copas me los quiten de encima y siga tarareándolos en la cabeza el resto de la semana.
Posted by P. at 20 de Junio 2007 a las 02:36 PM