Todos los que tienen la desgracia de tratar con P. le han oído decir eso de "el café a mi no me afecta". Presume de que se lo echaban en el biberón de pequeño, que tiene unas glándulas que destilan cafeína, que podría esnifarse un saco de café molido e incluso a Juan Valdés y su burro si se tercia. Todos le han visto tomarse cafés solos a las tres de la madrugada y dormir después como un bebe (de metro noventa).
Pues bien, P. se cansó de escupir el café de su casa (que como saben, amables lectores, siempre tiene un adorable gusto a rayos) y desde hace dos o tres semanas sólo lo había tomado en cafeterías. Dosis pequeñas para superar el mono. En cambio hoy, a lo largo del día, se ha metido entre pecho y espalda unos seis cafés solos y dos tés. Eso y ningún alimento.
Y todo habría terminado así (colorín, colorado) si no fuese porque P. ha empezado a sentirse extraño a eso de las nueve de la noche. Primero, hablando sin parar durante una hora seguida a toda velocidad y gesticulando desaforadamente. Después, devorando en tan solo tres paradas de metro un libro de poesías de Azua y otro de Sam Shepard, leyendo una línea de cada diez y pasando las páginas con violencia. Sentado en el vagón, le tiemblan las piernas y debe tener un gesto tenso porque cuatro rumanos que van a su lado le miran preocupados, todos ojos azules muy abiertos.
(Inciso: en el andén, esperando, suena Boys Dont Cry en las pantallas del canal del metro de fondo para un reportaje sobre accidentes automovilísticos, y a P. le hace mucha gracia escuchar a Tito Smith cantar que los niños no lloran viendo a un motorista retorcerse de dolor sobre la carretera con aspecto de haberse partido todas las costillas)
En la cola del autobús enciende dos o tres cigarros y no acaba ninguno, pasea arriba y abajo, tararea y, una vez dentro, tamborilea los dedos contra la ventanilla marcando un ritmo de drumnbass y menea el trasero en el asiento como si tuviese una ardilla metida en la ropa interior. Se baja completamente acelerado, castañeando los dientes, y decide que aunque sean las once de la noche piensa llamar a quien sea para irse de copas hasta que amanezca. En lugar de sacarinas han debido echarle anfetas.
A las cuatro de la mañana sigue con los ojos como platos, le duelen las piernas por no parar de moverlas, tiene los dedos crispados y se cronometra escribiendo ésto. Damas, caballeros, que alguien le pare.