Son alrededor de las cinco de la mañana, empieza a chispear y nuestras caras son un cuadro (de Bacon, claro está). Decidimos volver a casa. Nos separan unos ochenta kilómetros y una cantidad considerable de cervezas, rones y whiskys.
En cuanto subimos al coche, L. cae rendida en el asiento trasero en una postura incomodísima y no responde a la pregunta de "niña, ¿sigues viva?". El objetivo es llegar al calor de nuestras camas lo más enteros posibles, y dado el estado de intoxicación etílica del Señor Furfur parece una tarea imposible. Es fácil saber cuando está borracho porque su perenne sonrisa se convierte en un gesto beatífico y cuando habla dispara los brazos en todas direcciones como si estuviese rimando con una base de hip hop. Eso, sumado a la cara de cansancio que tiene, me hace pensar que quizás debí haber montado en el otro coche que va delante, pero el hecho de que antes de haber recorrido cien metros hayan estado a punto de comerse un muro me indica que he subido al vehículo correcto.
Ponemos música a todo volumen y movemos las cabezas en las partes heavys y hablamos sin parar de cualquier cosa, comentarios intrascendentes uno detrás de otro, casi sin escucharnos. Mientras hablemos, Furfur seguirá despierto y eso le facilitará enormemente lo de conducir. Los comentarios cada vez se espacian más y tienen menos sentido, y me preocupo cuando empieza a darse tortas en la cara gritándose vamos, despierta y me maldigo por no tener carnet de conducir, y pienso que espacio y tiempo dejan de existir cuando uno viaja en coche de madrugada: es un sólo viaje, un mismo momento que engloba todos.
Entrando en Madrid el tráfico se hace denso y Furfur pide disculpas cada vez que estamos a punto de chocar. Perdemos de vista el otro coche y nos equivocamos de salida. Dejamos a L. en su casa y sólo nos quedan cinco kilómetros para estar a salvo. Furfur insiste en que se duerme y se palmotea la cara varias veces más. Le pregunto que tal le va con L. y acabamos hablando de relaciones. Llegamos a la vez a Majadahonda y a la conclusión de que si el sexo no funciona, tampoco lo hace la relación.
Entro en casa perfectamente sobrio y terriblemente despierto. Amanece y escucho Interpol y canto sleep tight, dream right, we have two hundred couches where you can sleep tonight y miro con igual asco el tabaco y el azul cada vez más claro que se filtra por la ventana.