P. va haciendo como que lee en el autobús, pero al final se cansa de actuar y apoya la cabeza contra la ventanilla intentando poner morena su mejilla izquierda. Adormilado, descubre algo escrito sobre el cristal, a su lado. El mensaje no tiene importancia. Lo raro es que cuanto más lee esas seis o siete palabras vacías, mas incómodo se siente sin saber porqué. Deshace la frase, las palabras, las disecciona intentando encontrar el fallo. Cuando el autobús está a punto de llegar a su parada, lo descubre: la palabra "acaba" en la frase está escrita con su letra. Es indudable. Son sus aes de trazo rápido y anguloso, su b estilizada hasta perder la forma, su c achatada y chula. En el resto del mensaje, las letras ya no le resultan propias ni familiares, pero ese "acaba" solo puede ser suyo. Tan convencido está que acepta la autoría de la palabra, y entrecierra los ojos intentando recordar cuando ha escrito él eso, que quería decir con ese "acaba", obviando por supuesto que pertenece a una frase completa con sentido propio y de caligrafía ajena.
Baja en su parada, damas y caballeros, con la sensación de que está haciendo cosas a sus espaldas, ocultándoselo. Hoy quizá sea una palabra en el cristal, pero a saber con que se sorprenderá mañana.