Hoy también he visto amanecer, así que a eso de las cinco de la tarde me tiro sobre la cama con un libro y abro la ventana que da justo sobre ella para que entre algo de corriente. Supongo que me quedo dormido mientras leo un párrafo en que Sombra es atado al Árbol del Mundo durante nueve días en señal de duelo por un amigo muerto.
Sueño que voy en un autobús por una carretera en la costa, bajo un cielo de cemento. Llevo un cuchillo demasiado largo y afilado y voy picando unas fresas pequeñas, casi perfectas, en trozos minúsculos y con excesivo cuidado, como si mi vida dependiese de hacerlo bien. El autobús se detiene y sube una chica que camina por el pasillo central. Está nerviosa y grita a los pasajeros echándoles en cara que no la saluden, que finjan no reconocerla. Yo sigo cortando con precisión quirúrgica. Se para a mi lado, me señala con el dedo y me dice Si, tu también, no creas que no te incluía, yo sólo te pedía una sonrisa.
Entonces el cielo cae sobre mi cabeza y me despierto: toda la buhardilla retumba y tiembla con un sonido de martilleo constante, ensordecedor, como la traca final de unos fuegos artificiales, y me supongo a todo el panteón nórdico bailando un zapateado sobre las tejas, o el fin del mundo sin que nadie me haya invitado, o quizás sea solo Señor Don Dios practicando con el doble bombo.
Estoy tan desorientado que tardo unos minutos en saber quien soy y donde está mi cuchillo. Cuando por fin me libro de la sensación de aturdimiento me doy cuenta de que es sólo una tormenta pseudoveraniega, furiosa y breve, con gotas que pueden partir cristales. Por la ventana abierta entra agua empapándome las piernas.
Cierro la ventana, me lavo la cara para despejarme y me siento en la cama, con la espalda contra la pared, abrazándome las rodillas. Me quedo muy quieto terminando de despertarme mientras pienso que es una pena que no haya nadie aquí conmigo para disfrutar de este pequeño pase privado para el Apocalipsis.