Nos hacemos viejos. A la hora en que deberíamos estar emperifollándonos para salir a comernos la noche nos encontramos comprando verduras en un supermercado. Para tranquilizar las conciencias añadimos a la cesta un par de botellas de vino (una de ese Bach estrisimo seco que nos bebíamos siempre para acompañar al gnocci al pesto, ¿recuerdas?: terminábamos la botella bien fría entre los dos y acabábamos estúpidamente borrachos, y después todo era sexo y risas en una casa que se me desdibuja en la memoria)
Más tarde, en casa del Señor Darío y tras alabar convenientemente sus nuevas rastas, repartimos tareas: el Señor Jose será responsable de la ensalada de piña y yo me encargaré de las berenjenas rellenas gratinadas. Tarareamos lo de "siempre que vuelves a casa me pillas en la cocina" y lavamos, picamos, freímos, removemos, discutimos azúcar si o azúcar no o esto es albahaca o estragón. Gana la salsa rosa y la cebolla se empeña en demostrar que el Señor Jose es un tipo sensible detrás de tanta patilla y tecnocracia. El Señor Gonzalo nunca currará de pinche de cocina.
Después, todo ejercicio de mandíbulas y vasos de vino y sonidos guturales de aprobación. Gana la ensalada por mayoría y mis berenjenas quedan en un claro segundo puesto. Prometo vengarme. Nos repartimos por turnos el sillón masajeador mientras Darío pone el lavavajillas y descubro que es mejor que un polvo: diez minutos de placer sin tener que dar abrazos ni decir mentiras. Empezaré a ahorrar para comprarme uno. Cigarro sin tristeza postcoitum.
Para acabar, película japonesa con trasfondo pretendidamente filosófico y pies descalzos con caras de sueño.