Socorro. En la casa en que me tienen encerrado solo me dejan ducharme con agua fría, me obligan a
compartir una cama de la que me cuelgan los pies, no me dan de comer porque la nevera está vacía y me alimento únicamente a base de cafés negrísimos (de eso hay barra libre). No puedo irme a la cama antes de haber visionado convenientemente el capítulo de Campeones de las ocho de la mañana y el único ejercicio físico permitido son largas marchas nocturnas de antro en antro hasta que chorreo cerveza por las orejas. Los trabajos forzados incluyen tener que hacer el café, fregar los platos, montar mesas de ordenador y levantarme del sofá a cambiar de cd de música (y encima tener que elegirlo yo)
No se preocupen, un compañero de celda (un conejo gay que responde al nombre de Rodolfo) y yo estamos planeando la huida. Ya hemos desgastado dos cucharillas de café cavando un túnel escondido tras un póster de Belmondo en "Pierrot le Fou". Fuera nos disfrazaremos de folklóricas y trataremos de alcanzar la costa marroquí a nado para empezar allí una nueva vida. Aceptamos limas metidas dentro de bollos de pan. La lima es lo de menos, lo que cuentan son los carbohidratos.
Es curioso que todo eso esté haciendo que esta condena sea lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.