Preparando el viaje a Oviedo alguien me da consejos y advertencias sobre conducir con hielo y de noche. Y entonces, por un momento, me cruza tontamente por la cabeza la idea de que mañana podría ocurrir algo que incluyese mis tripas extendidas sobre el salpicadero, faltando solo la ramita de perejil para convertirlo en la carnicería del Mercadona: ¿A cuánto el hígado de P? Póngame cuarto y mitad.
La muerte no es algo en lo que suela pensar. Para mi es una certeza tonta, sin ninguna importancia o trascendencia. Algo equiparable a saber que antes o después me tocará empezar a hacer la declaración de la renta. Pero a la gente le encanta imaginar su muerte, recrearla: quiénes les llorarían, cuanto se les echaría de menos y cómo seguiría la vida sin ellos (no entienden que la vida no sigue: el mundo acaba cuando uno desaparece). Y yo hoy, al considerar mi posible defunción accidental, me he centrado en algo sencillo: qué pasaría con mis pertenencias.
Entonces he supuesto a un familiar cualquiera revisando los cuatro trastos de la buhardilla (tan perfectamente impersonal) y descubriendo un par de carpetas donde guardo algunas cosas escritas por mi, algunos textos ajenos, algunas cartas y fotografías. Cosas que enseñarían un P. que no conocen. Y me asusta poder convertirme, una vez muerto, en un alguien ajeno, desconocido.
Todo el mundo tiene una vida secreta, la gente sólo puede conoce una o dos de sus facetas (familiar, amistosa, profesional, etc). Nadie se hace una idea completa de una vida que no es la propia. Y eso, en general, da miedo.
Ya saben, si no escribo en unos días es que la he cascado en alguna carretera astur de mala muerte.