Hablar con alguien (un alguien cualquiera, ya saben: dos ojos, dos piernas, dos brazos, muchos dientes) en los últimos meses se ha convertido en un tortura. No hay una conversación, por intrascendente que sea, que no me deje sensación de angustia: presión bajo el esternón, anudamiento de intestinos, ligeras nauseas. Angustia o comida caducada, una de las dos cosas.
Es inevitable que cuando intercambias información el Otro deje traslucir detalles de su vida o de vidas ajenas. Y entonces llega el agravio comparativo: la gente se junta, se aleja, se independiza, se gradúa, les despiden improcedentemente, van a funerales y despedidas de soltero y reuniones de antiguos alumnos, ganan becas y empiezan viajes y dejan de fumar. Se cortan el pelo.
Y yo sigo aquí, repitiendo los dieciocho desde hace media década y sin visos de ir a aprobar esa materia pendiente. Agarrado al mismo papel mal aprendido y poco ensayado.
Normalmente me manejo bien en mi porcentaje congelado de realidad donde siempre es mil novecientos noventa y nueve y el futuro brilla para mi. En este estancamiento hay cosas que me gustan. Pero para los demás pasa el tiempo y se adaptan a ello y me lo tiran a la cara como cacahuetes a través de las barras de la jaula.
Es la sensación, sospecho, del matón de instituto norteamericano (estrella del equipo de baseball) que se queda en el pueblo trabajando en el taller del Viejo Mac mientras sus amigos se largan a la gran ciudad para vivir una comedia de situación.
A ver si este puto calor descongela un poco lo que me rodea.
Y no más cacahuetes, gracias: mejor tabaco y una lima.