Como ya he dicho, ahora trabajo en un estudio de diseño.
(Lo que no deja de ser curioso, porque no me considero diseñador gráfico. Si alguien me preguntase qué creo ser sólo podría afirmar categoricamente que soy fumador y mala persona.)
Esto de trabajar supone que cada mañana el metro me escupa a eso de las nueve en Cibeles, orilla izquierda, y yo tenga que llegar a la orilla derecha por un paso subterráneo que cruza la Castellana. Tras dos meses de repetir esa rutina, me he dado cuenta de algo.
Cada día me cuesta un par de pasos más recorrer ese tunel. Cada día me lleva un par de segundos más y salgo más cansado del otro lado, con menos resuello para encender el primer cigarro de la mañana. Y la conclusión es evidente: el tunel crece, se prolonga.
Así que imagino a una suerte de obreros conspiradores enanos que cada noche ensanchan la Castellana imperceptiblemente, sólo un par de centimetros, y estiran también el paso subterraneo con un par de baldosines. Con su trabajo constante acabarán dividiendo Madrid en dos mitades, separadas por una insalvable Castellana enorme como un desierto de asfalto, y ya no volveremos a encontrarnos con las caras que queden del otro lado.
También puede ser sencillamente que cada día me cueste más ir a trabajar y que el tunel sólo se prolongue en mi cabeza. Pero eso, desde luego, no es creible.