Les contaré un secreto: entre las ocho y media y las nueve y diez de la mañana me convierto en un monstruo.
Es el periodo que transcurre entre el momento exacto en que todavía dormido subo al autobús y el momento en que enciendo el primer cigarro del día al salir del metro camino del estudio. En ese intervalo pierdo la poca capacidad de compasión, de solidaridad y de buenos sentimientos que albergan mis ochentaymuchos kilos de cuerpo.
Porque les juro solemnemente (si es que se pueden fiar de un tipo tan sin palabra como yo) que sería capaz, por ejemplo, de reducir a pulpa la cabeza de la ancianita que camina delante de mi con el libro que llevo en la mano porque avanza demasiado despacio, o de estrangular con la bandolera al caballero con pinta de despistado que duda ante los torniquetes bloqueándome el paso. Que me cuesta mucho rechinar de dientes y acidez de estómago contenerme para no empujar rodando escaleras mecánicas abajo al que va delante o sujetarme mentalmente para no emprenderla a codazos, mordiscos y patadas con los que me rodean en el vagón.
Y hoy me descubro pensando Joder, zorra, si es que además de fea y gorda llevas una cara de asco y estupidez que me dan ganas de acabar con tu patética existencia de la manera más dolorosa posible acerca de una mujer cuyo único delito ha sido sentarse frente a mi en el metro.
Un día de estos encenderé el cigarro al salir con las manos manchadas de sangre y sesos y me dirigiré a la comisaría más próxima en lugar de al trabajo.