21 de Febrero 2005

Rematando el Domingo.

        Cansado de la rutina curro-cama cama-curro, tan terriblemente domingo, sin ni siquiera una resaca que justifique este tonto malestar en las tripas, esta sensación de no tener a nadie a quien recurrir, me echo encima de mi aspecto tan de domingo (ropa arrugada, sucia, yo sin duchar) una cazadora y salgo de camino al cine para ver cualquier cosa.
        En la cola distingo, cincuenta personas por delante, a un grupo de gente que me suena. Pijos majaderos de mi generación, conocidos de vista por coincidir en bares y autobuses. Puedo imaginarles sin mucho esfuerzo vestidos de verano, sus náuticos sin calcetines, pantalón caqui corto, flequillo y polo de rugby. En especial hay uno al que detesto por su mirada idiota y su papada.
        Y como en cada ocasión que voy solo, el taquillero me pregunta varias veces si quiero una única entrada. Me doy cuenta de que no lo hace porque le extrañe, sino porque la pido casi susurrando, avergonzado.
        Arrugo la entrada en la mano, entro en la sala con diez minutos de retraso, la película ya empezada hace rato. Cuarta fila, butaca veintiuno.
        Llego hasta la fila pero no distingo los números en los respaldos. Pregunto al tipo sentado en la butaca que da al pasillo si ese es el lado par o impar. Sorpresa, es el pijo gordo que me mira con cara bovina y duda. No espero la respuesta: junto a la pared hay un sitio libre y hago levantarse a toda la fila (un muro de cuerpos y abrigos, de palomitas y cocacolas recortadas contra la pantalla, un pequeño tsunami que impide la visión de toda la sala) para llegar hasta allí.
        Cuando me siento, noto que todos los pijos me miran. El de mi lado dice “esa es la butaca de un amigo al que esperamos”. Cojonudo. Así que me levanto y de nuevo provoco una ola, esta vez en sentido contrario, para llegar a la última puta butaca del otro lado del pasillo, en el extremo opuesto, peleando contra rodillas y reposavasos. Por detrás de mi escucho una marejadilla de quejas.
        Creo que he pasado media vida intentando no sentirme un bicho raro, convencido de que no consigo hacer las cosas más cotidianas con normalidad, sin torpezas o complicaciones. Ya les he hablado de eso.
        Pues la sensación ha sido tan grande que apenas he podido atender a la película, empeñado en arrugar mi metro noventa en la butaca, imaginando a toda una sala de espectadores acordándose de mis difuntos, gritándome idiota en silencio, clavando sus quinientos ojos en mi nuca en lugar de en la pantalla.

Posted by P. at 21 de Febrero 2005 a las 01:16 AM
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