Y la conversación sigue el guión de siempre, vacío y gastado desde hace años:
El- No sabes que bien estoy con ella. Qué pillado.
Yo- Me alegro, pero no te fíes.
El- Tío, me mato a trabajar.
Yo- Yo estoy cansado de no hacer nada.
El- Deberías organizar un poco tu vida.
Yo- Pse.
El- Bueno, ¿y de niñas?
Yo- Paso de mujeres. Estoy harto.
El- Bah, siempre dices eso.
Yo- Esta vez es en serio.
Yo - ¿Y estos qué tal?
El - Bien, por ahí.
Yo- ¿Y Nosequién?
El- Ni idea, hace meses que no hablo con él.
Yo- Deberíamos llamarle.
El- Fumas demasiado.
Yo- Un día de estos lo dejo.
Repetimos este rito desde hace años, como dos personajes de Beckett, recitando siempre las mismas frases con ligeras variaciones y la mirada perdida en el infinito.
Al principio me desesperaba. Intentaba improvisar, romper lo establecido (¿Sabes? Voy a irme de misionero a Tombuctú). Buscaba un sentido a verle, una justificación para esta comedia de bar, arañaba la etiqueta de la cerveza intentando encontrar cosas verdaderas que decirnos sin querer aceptar que todo lo que nos une son veinte años de pasado común.
Ahora me vale con saber que el otro está ahí y que jugamos a decir cosas, a fingir que nos comunicamos. Que es suficiente con que la cerveza este fría y con la pelea por ver quien paga, con que yo llene el cenicero de colillas y con que sincronicemos el giro de cabezas cuando pasa alguna chica junto a la mesa para mirarle el culo.