No hay nadie en recepción esta tarde, así que abro yo la puerta.
Es ella. Más alta, vestida con sobriedad (siempre supo ser elegante), pelo recogido en coleta (ella que lo llevó decolorado y rojo y rapado y de punta). Hace dos años que no la veía.
Cruzamos los dos besos de rigor. Lleva la colonia de siempre, la misma que utilizo yo. No sé muy bien qué decir, así que la llevo hasta la sala de reuniones y aviso a Sergio para que la entreviste.
Vuelvo a mi equipo, hago como que trabajo. Pienso en los cambios en su aspecto, en que empieza a tener esos rasgos desconocidos que se descubren en aquellas personas con las que se tuvo confianza pero se perdió el contacto hace tiempo. Pienso en cómo habré cambiado yo para ella, en qué facciones y en qué gestos soy otro.
(nosotros, que aprendimos de memoria cada centímetro de piel)
Salen. La entrevista ha sido rápida y no es buena señal. Con otros candidatos han estado más de media hora. La acompaño hasta el ascensor:
"Acabo a las siete. Si esperas un poco tomamos un café".
"Vale. Estamos en la terraza que hay enfrente".
"Si para las siete no he bajado, marchaos".
Y a las siete el ritual de siempre: resoplar, apagar el mac, soltar un "que os sea leve", ponerme los pendientes en el ascensor, liar un cigarro y salir al sol de plomo de la calle. Pero en lugar de ir hacia la terraza tomo la dirección opuesta, hacia el metro.
No tiene sentido que vaya a tomar un café con ellos.
Supongo que tampoco lo tiene el que la nombrase cuando en el estudio me pidieron que recomendara a alguien para el puesto de diseñador junior.
Una de las pocas cosas que importa en este tinglado de existir es saber ser agradeido, saber ser justo. Creo que toda la historia se ha reducido a eso.