Una de las facciones del estudio donde trabajo desayuna en la misma cafetería desde hace años. Un par de días a la semana voy con ellos a por mi dosis matinal de cafeína. En el bar se sigue siempre el mismo ritual.
Se baja una escalera, se camina a lo largo de la barra, se cruza con confianza una minúscula puerta al fondo (bajo la mirada atónita de los clientes no habituales) para recorrer un oscuro pasillo que pasa por las cocinas, donde saludamos a los blanquidelantaleados cocineros y a los uniformados camareros con familiaridad casi de propietario, todos nosotros en fila, normalmente de negro, para llegar finalmente a un salon privado de ambiente denso, entre cutre y acogedor, y sentarnos en nuestra mesa con mantel a cuadros.
Y basta que ese día haya decidido ponerme una americana oscura para que con cada paso que doy hacia la mesa note el bamboleante peso de una pistola en el sobaco, y en lugar de pedir un café solo parezca más adecuado un plato de spaghetti o un escalope a la milanesa acompañado de vino de Marsala.
El desayuno transcurre entre risas pero sin quitar los ojos de la puerta, esperando que aparezcan Vito y Fredo (de la agencia de publicidad dos portales más arriba) y nos cosan a balazos con las Thompson para redondear la secuencia con cuerpos que se derrumban sobre las sillas, pelos mojándose en el café y paredes llenas de gotas color pantone 032 C.