Sale del baño y camina hacia mi apartando a la gente. Sigo su imagen sobre el espejo tras la barra sin girarme.
Se me está subiendo. Tengo las pupilas gigantes.
Suena ansiosa, tensa, alterada.
Yo todavía no noto nada. ¿Quieres que nos vayamos?
Pero conforme agarro su antebrazo y la llevo hacia la puerta, el rumor de las voces alrededor se convierte en un oleaje furioso, un rugido de mar ensordecedor.
Vale, se me acaba de subir
Andamos deprisa, durante horas, hablando sin parar (anécdota tras anécdota, recuerdo tras recuerdo, historias y anhelos que necesitan ser contadas en ese preciso momento) o callados y ensimismados, atentos solo al contacto de nuestras manos enredadas, al aire tan puro que entra por la nariz y nos arde en todo el cuerpo, a la sensación de levedad y de euforia, a nuestros pasos que restallan como rayos contra el suelo.
Camino completamente erguido, dejando que la americana aletee con el viento, y sé que tengo dos estrellas por ojos y cuchillas por dientes en mi sonrisa, y que todos los que nos cruzan intuyen que somos pequeños dioses que ni siquiera pisan la tierra, los dos terribles y perfectos, que deberían apartarse a nuestro paso, ella con sus labios tan rojos, yo tan alto y orgulloso.
Hemos salido del Raval y cruzado la Rambla y el Gótico para llegar al Borne, y de allí bajamos hasta el mar. Nos detenemos. Se descubre una carrera en la media y se agacha para quitársela. Deberías quitarte también la otra, digo mientras lamo sus perfectas piernas con la mirada, como hacen todos los que pasan a su lado.
Conforme la sangre se limpia aparece el frío y somos conscientes de que todo va a acabar. Damos vueltas sin sentido hasta su barrio, como hormigas a las que les han arrancado las antenas, pensando si entrar en algún antro para conseguir más (pero ninguno de los dos toleraría ruido o gente) o si buscar un pakistaní que nos venda una botella de algo duro, porque mis tripas y mi cabeza me piden más ebriedad, más intensidad, más noche.
Pero los pies cansados nos dejan ante su casa.
Cogemos una manta, una botella de vodka, un refresco, subimos a la azotea. Bebemos. Ella se aprieta contra mi (presa de un frío que seguirá en su cuerpo todo el día siguiente) y yo miro (los ojos ya no arden) el bosque de viejas antenas de televisión que apuntan hacia el cielo despejado.