Salgo de la agencia y voy al bar donde espera y nos tomamos un par de copas y cenamos suavemente ebrios en un italiano. Le digo que quiero dormir con ella y nos vamos hacia mi casa.
Pasando los torniquetes del metro distraído, no sé qué voy contándole- tengo esa sensación que avisa cuando alguien nos mira entre la multitud, ese sexto sentido animal que hace que nos pique el cuello intuyendo un par de ojos clavados en nuestra espalda.
Con el rabillo del ojo te distingo, cruzando a nuestro lado.
Y me giro hacia ti, sonriendo de oreja a oreja, lleno de dientes, y te llamo en voz muy alta por tu nombre (y trato de mantenerme todo lo erguido que puedo, las piernas ligeramente separadas como un pistolero, los hombros hacia atrás, el mentón hacia el cielo).
Pero tu representas ese papel tan malo de quien no se entera, de quien no ha visto nada, y te peleas torpemente con el billete y la maquina sin levantar la mirada, y ni siquiera los auriculares de atrezzo que llevas dan credibilidad a tu actuación.
¿Qué podría decirte (mi hermano, mi asesino)?
Que esperaba mucho más de ti. Que quería que reunieras los redaños suficientes para volverte y decir hola y cumplieras con ese compromiso social en el que nunca creímos del quétaltodo y cómotevalavida (mientras, yo hubiera mantenido la postura firme, la sonrisa insultante)
Así me has dejado ganar.
Durante un tiempo afilabas mis nervios, eras mi antagonista y mi amigo, me definías. Esta noche en cambio ni siquiera me dejas la posibilidad de interpretar tu actitud como desprecio, porque me lo niegas con tus hombros humillados, con tu cabeza gacha, con tus dedos nerviosos, con tu huída miserable.
Mucho más tarde, ante otra copa, ella me dirá que todavía tengo un gesto de satisfacción en la boca. Y trataré de explicarle que en el fondo me entristece pensar que si hubiéramos hablado, por debajo del desafío, de la hipocresía, del escupirnos las vidas a la cara, habría quedado todavía un pequeño resto de cariño.